Hace ya bastante tiempo me sorprendió de manera muy agradable la lectura de un texto escrito por alguien muy querido por mí. He escrito "me sorprendió" y no he sido exacto; más bien me regocijó entender el discurso que en él se contenía, tanto que le dediqué un programa de radio que hice hace unos años. Porque vivimos tiempos en los que las tribulaciones no nos son ajenas -nunca lo han sido para el ser humano- y porque el escrito aporta una ráfaga de aire fresco he querido compartirlo ahora con quienes tengan la paciencia de seguirme. Que lo disfruten ustedes ya que no les ha tocado la lotería.
Toni (n) "el de La Cuba"
"Los viejos trenes de cercanías eran unos cacharros pesados y amazacotados, pintados de verde y plata, que olían a grasa y al olor ligeramente dulce del metal caliente. Los asientos, que más parecían losas de una morgue con respaldo, estaban forrados de un plástico verde espinaca en el que te quedabas pegado durante el calor pegajoso del verano, pero que a cambio resbalaban como anguilas durante los días de frío punzante del invierno. Las ventanas - de guillotina - portaban tal cantidad de sedimento (una mezcla negra de roña, ceniza, tierra y restos orgánicos que hubiera hecho las delicias de Oparin) que era difícil ver al través. Y bajo cada ventana, una chapita blanca con letras rojas en troquel proclamaba severa: “Es peligroso asomarse al exterior”.
A decir verdad, el peligro más inmediato era romperse un dedo o dos en el intento de abrir la ventana para escapar del aliento cálido, casi plutónico, que escapaba por las rejillas de los radiadores. Pero la frase de la chapita abollada se me depositó en un rincón del cerebro como el sedimento negro de las ventanas, y allí se quedó. Y la volví a recordar cuando hace ya algún tiempo leí el titular del descubrimiento de otro planeta extrasolar; y ya llevamos casi setecientos.
Uno pensaría que tras seiscientos noventa y pico planetas orbitando estrellas que no son nuestro viejo sol amarillo, los astrónomos estarían, a estas alturas, un poco hartos. Pero no. La noticia fue recibida con alborozo, palmadas en la espalda, y versiones en todos los idiomas de “¿Has visto lo del planeta?” dichas de viva voz, por teléfono, por carta, o de las mil maneras que internet pone a nuestro alcance. Hay dos razones para este regocijo, y son, aparentemente, contradictorias. Una de ellas es obvia: la prueba (que, aunque parezca de perogrullo, necesitábamos) de que otras estrellas tienen planetas orbitando a su alrededor, como hacemos nosotros. La otra, menos obvia, es que de momento los sistemas estrella-planeta descubiertos no se parecen mucho al nuestro. O sea: por un lado se nos dice “no somos tan especiales”. Por otro lado, se nos dice “podríamos serlo”.
Asomarnos al exterior trae estas cosas, y no nos queda más remedio que asumirlo: la incertidumbre es parte del riesgo. Cada vez que alguien se asoma y mira, lo que se suele caer, más que una duda, es una falsa certeza.
Esto es, en cierto modo, un problema. Cuando Copérnico se asomó, nos quitó el centro del sistema solar. Se asomó Newton y nos quitó el centro del Universo. Se asomó Darwin, y nos quitó la cima de la escala evolutiva. Cada nuevo descubrimiento, desde los planetas extrasolares hasta el análisis del genoma humano, nos desinfla un poco más el ego al mostrarnos con claridad de luz de magnesio que, en fin... No somos para tanto.
Se diría que los que se van asomando nos van arrinconando cada vez más hasta dejarnos con la sensación de ser una mota de hollín en la ventana sucia del universo. Se diría, en suma, que “Es peligroso asomarse al exterior”, ¿no?
No. Esas exaltadas posiciones centrales y supinas pueden irse a hacer gárgaras. El centro del sistema solar está bien donde está; el centro del Universo puede seguir en su sitio; que un mal rayo parta a la escala evolutiva con el Homo sapiens en la cima, y bienvenidas las ideas de Darwin que nos dieron el regalo de una nueva perspectiva. No es sólo que siempre sea preferible una prueba a un engaño, una hipótesis a una invención, o una respuesta a una pregunta. Es que hay un factor crucial en toda esta larga lista de lecciones de humildad que se nos suele escapar.
Somos nosotros los que nos asomamos.
Esto no es trivial: en todo el universo, que nosotros sepamos, somos la única especie que está mirando más allá de su próxima comida. Ese Homo sapiens que ha sabido, acertadamente, colocarse, no como objeto último de la evolución, sino como una de sus consecuencias, es la única criatura de la que tenemos constancia que, desde este punto azul pálido que llamamos Tierra, se hace preguntas y busca activamente las respuestas. Y no necesariamente mirando a las estrellas más lejanas. Se asoma tanto la astrónoma que interpreta los datos de un radiotelescopio como el doctor que examina un virus, el escritor que busca el giro adecuado para una frase, el maestro que lucha por hacer entender un concepto a sus alumnos, o la pintora que plasma en un cuadro un trozo de verdad que los demás no hemos visto. Nos asomamos a ese peligroso exterior cada vez que buscamos algo nuevo en un entorno familiar, o algo familiar en un entorno nuevo. Cada vez que nos movemos mentalmente y extendemos un poco más nuestro horizonte, o el de los demás, hemos dejado atrás el aviso de la chapita de letras rojas.
El aviso, la verdad sea dicha, no está de más: es ciertamente peligroso asomarse al exterior. A veces nos quita la vida, o la felicidad, o la paz interior. También nos quita algo más: cómodas certezas de salón, presunciones erróneas y prejuicios que nos acoplaban tan bien que ni sabíamos que los llevábamos puestos, pegados a la piel.
Pero el viajero que, tras comprender el aviso de la chapita, se asoma de todos modos al exterior, recibe el viento en la cara y admira el paisaje brillante que la pátina del cristal le escatimaba; y entiende que la recompensa de asumir el riesgo no es conocer el destino, sino entender el viaje.
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