viernes, 20 de octubre de 2017

LOS DEL DIÁLOGO

Dicen algunos que “la cuestión catalana” se resuelve mediante el diálogo, que es la política la que debe intervenir en lugar de hacer que sean  los jueces los que resuelvan el asunto.
Debo confesar que la afirmación me tiene perplejo porque yo creía –seguramente en mi ignorancia– que había separación de poderes en un Estado de Derecho y que cada uno de ellos tenía funciones atribuidas en las que era la máxima autoridad; así el Legislativo –diputados y senadores, los políticos– proponía y sancionaba leyes; el Judicial se ocupaba de la correcta aplicación y de la interpretación de esas leyes y el Ejecutivo las aplicaba, se apoyaba en ellas y actuaba conforme a lo que en ellas estaba sancionado.
Si esto es así, la propuesta de diálogo en la “cuestión catalana” me parece que no tiene sentido alguno porque hay leyes al respecto –sancionadas por quienes tienen potestad para hacerlo y publicadas a los cuatro vientos– que algunos se han saltado y que el Ejecutivo tiene la obligación de respetar. Por su parte, el Judicial es el encargado de dirimir si las Leyes han sido respetadas o no y si resulta que no, el que ha de aplicar las sanciones que establezcan las normas aprobadas. Los sujetos a esas Leyes han de acatar las sentencias de grado o por la fuerza.
Ése es mi planteamiento.
Los partidarios del diálogo parecen ignorar que la “cuestión catalana” está descrita perfectamente en nuestras Leyes –en la Constitución que es la Ley de la que emanan todas las demás– por lo que el pretendido diálogo no es sino una manera de inmiscuírse en las atribuciones del poder judicial.
Si hay algo con lo que los políticos no están de acuerdo, tienen la oportunidad de dirimirlo en la Cortes proponiendo Leyes que mejoren las que ellos consideren erróneas; ahí sí que es necesario el diálogo, pero ante lo que es legalmente vigente los políticos sólo han de tener una opción: respetarlo; lo demás son ganas de enredar.
En el caso concreto de la “cuestión catalana”, hay una clara muestra de confusión mental –iba a escribir la palabra “esquizofrenia”, pero no la escribo, ¿comprenden?
– en los que encabezan la idea. Primero dicen que “por mandato del pueblo (?) proclaman la creación de un estado catalán independiente en forma de república” para añadir que piden al Parlamento Catalán que no la aplique y después firman un manifiesto en el que aseguran haber creado un estado independiente.
No tiene desperdicio. Y si no fuera porque nuestra capacidad de asombro ha sido superada ampliamente por las realidades de este tiempo en que nos ha tocado vivir, nos quedaríamos con la boca abierta ante un hecho semejante que han perpetrado, impunemente hasta el momento, setenta y dos diputados del Parlamento de Cataluña.
Se me ocurre la pregunta del millón: ¿Acerca de qué quieren los dialogantes que se dialogue? Si tienen capacidad para proponer un cambio en las Leyes, que lo hagan y si no la tienen que se aguanten. Hay Leyes con las que no estoy de acuerdo y me aguanto y las acato porque no tengo otro remedio que hacerlo; pero haré todo lo que pueda –en mi caso es más bien nada– para que se cambien.
Vamos a hacer un ejercicio de futurología: supongamos que se decide cambiar la Constitución y que en el referéndum en el que se proponen los nuevos textos el rechazo supera ampliamente a la aprobación; sigamos suponiendo que las encuestas aseguran que el rechazo se debe a que la gente está harta del “Estado de las Autonomías” al que consideran caro y complicado y quiere más centralización. ¿Qué cara se les quedaría a los “autonomistas”?
No obstante, todo este follón de la “cuestión catalana” no hubiera tenido lugar si se hubiera seguido mi consejo de hace muchos años, cuando don Jordi, recién salido del expolio  de la “Banca Catalina” empezaba a hacer sus pinitos como el “jedi” del nordeste: tomarse a cachondeo todas y cada una de las declaraciones que hicieran él o sus adláteres acerca de cualquier asunto; pero un cachondeo nacional, con los media –¡qué “modelno" me ha salido!– revolcándose ante cada una de las campanudas aseveraciones del prócer.
Se acaba de demostrar la bondad de mi método con el vecino que ha opuesto a las caceroladas la música de Manolo Escobar. Las canciones del de Almería han acallado el ruido triste de los utensilios de cocina.
Nos ha faltado sentido del humor para abordar un asunto tan peregrino como el de la independencia de Cataluña, que arranca del XIX con unos señores que se creían “trolas” como ruedas de molino en las tertulias de los casinos de los antiguos condados catalanes, convertidos por obra y gracia de estafermos en ágoras del sublime pensamiento vifredovellosino –perdón– en teorías políticas de largo alcance.

El tomarse demasiado en serio trae de la mano esos problemas; el creerse el ombligo del mundo lleva consigo la posibilidad de que alguien nos baje de la nube como cuentan que hizo Mao con el inmoral “President” en una hipotética visita a China, cuando, engallando la voz y poniéndose de puntillas enfatizaba ante el mandatario: –“Els catalans som sis millions”  a lo que repuso Mao: –“ ¡Ah! ¿Sí? ¿Y en qué hotel se alojan?
El esperpento representado durante treinta años, o más, en el nordeste por parte de los políticos catalinos y culminado por el independentista Puigdemont con su hilarante, rocambolesca, posmodernista, bufa, cobarde y rancia “declaración de independencia”, no resiste dos chistes de cualquier humorista. Si viviera Eugenio nos la estaría contando con un: “¿Saben aquéll que díu…?” que, ya de entrada, nos haría esbozar la sonrisa. Y no les digo nada si la hubieran glosado Tip y Coll.
Los políticos “catalinos” y los que les secundan pretenden jugar un partido de fútbol en el que ellos puedan valerse de las manos, estar en fuera de juego y agarrar o zancadillear al contrario sin  que el árbitro les pite falta. Incluso llegar a la agresión sin que se les saque tarjeta roja; es decir quieren hacer trampa mientras que los que e les enfrentan han de cumplir el reglamento a rajatabla. Y además juegan en casa con una “hinchada” forofa y violenta. Así no queda otro remedio que o retirarse del campo o romper la baraja.

Lo malo de este asunto es que los payasos –los malos payasos, los que dan risa, no los que hacen reír– están dentro de las instituciones como representantes de los que nada temen porque tenemos un Estado de Derecho que les garantiza la posibilidad de ir contra él impunemente. Nos lo vamos a tener que “hacer mirar”.