Ésta es la extraordinaria y verdadera historia del Horror del Chorrador del Bicho, por donde pasamos dando algún paseo, sin conocer lo que se contaba en nuestro pueblo después de cenar cuando el viento de las noches frías de invierno ululaba entre las ramas de los pinos y hacía que se agitaran alborotadas las ramas peladas del Olmo.
Porque desde que los hechos acontecieron, los mayores, los padres y los abuelos fueron contándola a los pequeños que se apretujaban alrededor de la lumbre del hogar para enseñarles que no se debe jugar con las cosas que están más allá del conocimiento del hombre.
Las llamas nos fascinaban a todos y ponían cabrillas en las piernas y sabañones en los pies mientras las espaldas permanecían sumidas en la oscuridad -donde bailaban las sombras de los que estábamos intentando calentarnos- y se confundían quién sabe si con algún mal que hubiera entrado en la casa.
“Una mujeruca que vivía en la última de las casuchas de la Rocha del Pote era conocedora de fórmulas secretas y de sortilegios que nadie en el pueblo -y muy pocos fuera de él- sabían. Se enteraba por medio de sus malas artes de las aventuras y trapisondas de cada una de las familias del pueblo -siempre hay trapisondas hasta en los pueblos más pequeños- y conocía, por ejemplo, que tal chiquillo no era hijo del que creía ser su padre, porque la madre ya estaba encinta de otro hombre cuando se habían casado. Era remendadora de virgos y por unos cuantos cuartos echaba mal de ojo a cualquiera que fuera mal querido por aquél que le pagara.
La mujer era contrahecha y ese era el mote con el que la conocía todo el mundo aunque nadie osaba decírselo a la cara; La Contrahecha Su barbilla casi le tocaba la punta de la nariz. Siempre llevaba un palo a modo de bastón que los vecinos decían que era el instrumento con el que volaba en las noches de aquelarre acercándose al Cantal de Altura o a cualquier otro de los lugares en los que sus compañeras de la comarca se reunían para intercambiar novedades de filtros, pócimas, conjuros y maleficios.
Durante una Semana Santa en la que un fraile predicador con fama de milagrero llegó al pueblo, las buenas gentes, confortadas por la palabra que les llegaba desde el púlpito en las prédicas que les hizo desde él, llegaron al convencimiento de que la bruja no tenía más poder que el que sus miedos le permitían y, por lo tanto no tenían por qué plegarse a las peticiones ni a los caprichos de la malvada mujer. Ante la evidencia de que cada vez perdía más adeptos, ella hizo que los ratones invadieran la iglesia durante uno de los sermones con el propósito de que el fraile, a la vista de sus poderes, abandonara el lugar y dejara a merced de sus malas artes a la pobre grey que habitaba Navajas.
El fraile no se arredró lo más mínimo ante la barahúnda que se produjo cuando sus feligreses notaron en las piernas el roce de los cuerpos peludos y los arañazos de las indeseadas uñas de las ratas que se extendían como una manta por el suelo del templo. Dominando el deseo muy natural de salir corriendo, el predicador invocó a Nuestro Señor con una oración dicha a voz en grito: “¡Señor! Por tu Pasión que ahora celebramos, haz que las fuerzas del mal se vuelvan contra el Mal mismo”. Las ratas, al oír las palabras del fraile, se volvieron como una ola cuando refluye, hacia la puerta de la iglesia y algún vecino que pasaba por la calle contó que había visto correr a una gran cantidad de ellas por la calle de San José abajo y al mismo número, más o menos, por la calle de la Higuera. Los animales, tras el ruego, que sonó para ellas como una orden, eran como un ejército dispuesto a arrasar al enemigo y siguiendo una estrategia imparable cortaban las posibilidades de huida del enemigo atacando su posición por dos flancos simultáneamente. Al poco de cerrar esta maniobra envolvente se escucharon los gritos de desesperación, gritos de angustia, estremecedores, horrísonos, en la casucha de la Rocha del Pote. Ningún vecino acudió a ellos porque el espanto se apoderó de todas las mentes y nadie de los que conocían de sobra las malas artes de La Contrahecha hubiera movido un solo dedo para ayudarle.
Cuando cesaron los gritos entraron los vecinos en tropel con el fraile al frente y se encontraron con un macabro espectáculo; había desaparecido el ojo derecho de la malvada mujer y en su lugar quedaba un agujero por el que entraban y salían a su antojo las alimañas que hurgaban entre los sesos emitiendo pequeños gritos que hacía temblar los ánimos más esforzados. El ojo izquierdo, cerrado, estaba tapado por trozos de piel descolgados de las mejillas, la mandíbula inferior había desaparecido igual que la nariz de la que quedaba apenas un colgajo de jirones sanguinolentos que causaba una tremenda repulsión a cualquiera que lo contemplara.
Al ver los destrozos que las ratas habían hecho en el cuerpo y el rostro de la infortunada el hombre de Dios se apiadó de ella y rogó en voz alta: “Señor, perdónala pero no dejes que pueda volver a hacer mal alguno”. No bien hubo terminado de decir estas palabras cuando una tiniebla más negra que la noche invadió el cuartucho y las ratas, cargando sobre su cuerpo el peso de la hechicera la sacaron de la casa, cuesta abajo, emprendiendo el camino del Nogueral en un cortejo fúnebre que llevaba el cadáver -los restos del Mal- sobre sus lomos apestosos.
Al llegar al Chorrador del Bicho, un ruido extraordinario puso el horror en las almas de cuantos habían seguido el extraordinario camino de las ratas y un gran vendaval levantó a la bruja estampándola contra las peñas que allí había entre los chillidos de las ratas que fueron condenadas con ella a las profundidades de la roca. Su cara, desfigurada por el ataque de la furia del Mal, estaba reproducida en la pared.
Su ojo derecho era ahora la boca abierta de un trasgo hijo suyo que había concebido con el Diablo. El ojo izquierdo era, ahora una masa tumefacta que daba origen a una nueva cara... la multiformidad de los espíritus malignos.
"...de su ojo derecho se había formado un trasgo..." |
Algunos afirman que no era un trasgo sino un wendigo que había vuelto desde América embarcado como polizonte en una de la carabelas de los descubridores, porque se había quedado sin comida humana -él que sólo comía carne de otros hombres- en las frías tierras del norte de América de donde procedía.
Entre las pertenencias de la bruja halladas en su casa se encontró un frasco que contenía lo que llamaba la maldita mujer “leche del Diablo", pero que realmente no era sino jugo de estramonio que frotaba contra su sexo en las orgías en las participaba a menudo la bruja con otras como ella adorando al macho cabrío”.
Aún se me pone la carne de gallina cada vez que recuerdo el relato de esta leyenda al amor de la lumbre, sintiendo el calor del fuego en la cara y el frío de la noche a mis espaldas como el hálito de un ser infame que emergiera de las sombras.
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