lunes, 25 de enero de 2016

El cuento de la buena pipa... más o menos

Había una vez un grupo de amiguitos que se juntaban a jugar cada fin de semana. Los juegos a que se dedicaban eran la mar de inocentes: “veo, veo”, “a pillar”, “ que ensanchen la calle”, “churro, mediamanga, mangotero”, “marro”.
Unas veces jugaban a un juego sólo pero otras veces cambiaban a lo largo del tiempo de su juego porque en cada ocasión les apetecía experimentar nuevas emociones: cuando se ponían a jugar a “veo, veo” repasaban con cuidado todo lo que tenían alrededor y se contaban unos a otros todo lo que estaba mal, de manera que ponían a caldo a cualquiera que no tuviera las cosas como ellos creían que tenían que estar. Sobre todo a los demás grupos de amiguitos que jugaban a las mismas o parecidas cosas que a las que jugaban ellos.

Uno de los juegos que más practicaban era el de “a pillar”. Variaban las reglas –que era una cosa que les gustaba mucho– y determinaban, por ejemplo, que si jugaban entre ellos, con los demás de su grupo, el que resultaba pillado había de “pagar” hasta que él cogiera a otro; pero si jugaban con los otros chiquillos, al que había tenido la desventura de ser cogido, le insultaban, le golpeaban, le oponían en contra a todos los demás niños del pueblo. Era una manera de tener más unidos a los amigos y de tener atemorizados a los que no lo eran.
Como veían que casi siempre se salían con la suya, estaban convencidos de que tenían mucho predicamento entre los demás grupos de niños e incluso entre algunos mayores cuando lo que pasaba en realidad era que les temían, de vez en cuando jugaban en serio a “que ensanchen la calle” y era de ver cómo haciendo un fuerte cordón, con los brazos enlazados por los hombros, ocupaban todo el espacio de las calles por las que pasaban cantando: “que ensanchen la calle, que no pase nadie, que pasen mis abuelos, comiendo buñuelos, tortillas amarillas, que se caigan de rodillas”. Y lo llevaban a rajatabla haciendo caer de rodillas –incluso en sentido figurado– a los que osaban ponerse en el camino de los dominadores zagales.
Había un juego al que siempre jugaban con otros grupos: el de “churro mediamanga, mangotero” En ese juego, cuando les tocaba soportar el peso de los demás se dejaban caer una y otra vez haciendo imposible que los demás disfrutaran del gozo de ir arriba del marchito hasta que los de arriba bajaban la guardia o eran traicionados directamente por algún amíguete que no jugara y tenían que pasar a ser los que “pagaran”; entonces saltaban lo más alto posible procurando descargar el peso sobre los riñones de los que habían de soportar el castigo del juego. Las marrullerías de no dejar la mano en la zona del brazo bien definida, de cambiar de sitio arteramente la posición para evitar pagar eran moneda corriente porque sabían que el temor que causaban entre el resto hacía que los “testigos” atestiguaran a su favor.
Pero jugando al “marro” era cuando más “galiterías" acumulaban: siempre pretendían tener más “marro” que el contrario, no saltaban con los pies junto cuando habían pillado a un contrincante y siempre tocaban el pie del que saltaba cuando el pillado era uno de ellos.

De esta manera los demás grupos de amiguitos empezaron a negarse a jugar con ellos y parecía que su cuadrilla era la dueña del pueblo hasta que los mayores se dieron cuenta del peligro que suponían haciendo tantas trampas –incluso para ellos mismos– y decidieron dejarles sin jugar durante mucho tiempo. Entonces se lamentaban y decían que se les había tratado injustamente cuando habían sido ellos mismos los que, con su actitud habían conseguido que nadie quisiera jugar en su compañía. No sé si aprendieron la lección o no lo hicieron, pero en este caso hubiera demostrado que eran muy torpes.
Toni(n)"el de La Cuba"

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