lunes, 9 de noviembre de 2015

El desencanto

Éste es el relato de un hecho real que me sucedió hace bastantes años y que ahora pongo aquí para "desengrasar" un poco de la última entrada. Los cuatro o cinco que me leéis me lo agradeceréis bastante.
Es una cuestión de piel. Yo sé, a mis años, cuándo alguien me cae bien y cuándo me cae mal. Otros le llaman química, pero lo cierto es que hay un "no sé qué" que me lleva a conectar o a dejar de hacerlo con otra persona. Supongo que lo mismo les debe pasar a los demás conmigo, pero eso es problema de ellos.
El tipo era de los que me caen mal a primera vista. No sólo por su aspecto, sino por esa cosa indefinible, impalpable, que me ofendía como a un gato escaldado el agua fría. Él estaba sentado a medias en la barandilla del paseo marítimo, a unos diez metros de la mesa en la que, junto a otras personas, tomaba yo unas copas.
No había determinado aún si era el bigotillo fascistoide, la cadena de oro al cuello, la melenita rizada, entrecana y macarra que intentaba disimular una calvicie que se anunciaba galopante, la pose chulesca o el moreno de profesional de playa lo que me repelía del mamífero en cuestión, cuando una aparición -como una diosa que surgiera de la lejanía- acercándose desde lejos con ritmo en el andar y en el cuerpo, hizo que me olvidara del sujeto descrito.
Un pareo alrededor de la cintura hacía que sus caderas fueran más que carne deseable y perfecta, ondas de espuma de mar. Balanceo eterno, curva prodigiosa que confluía hacia los muslos firmes y elegantes de piel de arena. La parte superior de su minúsculo biquini contenía -¿contenía?- no es justo decirlo así; mejor decir que se dejaba acariciar por los pechos de almíbar de la muchacha.

Desde lejos, la luz de su sonrisa oscurecía a la del sol y enamoraba. A mí, al menos, me enamoró. No pude apartar la mirada, asombrada, intensa, admirada ante la belleza que caminaba hacia mí por el paseo marítimo. Tanta intensidad puse en la expresión de mis ojos que ella la notó, estoy seguro, se fijó en mí y pude entender en su cara que le complacía mi casi adoración. Fue ver el cielo, contemplar como se abrían sus labios en una sonrisa más franca, de complicidad conmigo. 

Todo mi ser levitaba y me disponía a lanzarme a la ventura, al albur, al gozo de encontrarme con ella, cuando miró a la izquierda y se desvió hacia el macarra de playa. Se besaron. Y dejé de creer en Dios.

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